Tan importante es responder adecuadamente a una situación de amenaza como desactivarla correctamente cuando cesa. Nuestro organismo tiene la capacidad de percibir la intensidad de un agente estresante, el grado de desequilibrio que es capaz de causar y la velocidad en la que puede hacerlo. Para ello el cerebro posee diversas vías de información sobre el nivel de hormonas que circulan en el torrente sanguíneo y puede enviar señales para activar o desactivar su secreción. La cantidad de receptores que va a necesitar el sistema nervioso para responder al estrés se define a partir de la información genética y los estímulos del entorno.
La estimulación que dirige el crecimiento del sistema nervioso se desarrolla sobre la base de un diseño genético, al que se añade la información que los antepasados han aportado a través de sus experiencias y que quedan fijados en la epigenética.
La epigenética estudia las modificaciones que se pueden transmitir a otras generaciones y que pueden ser reversibles en la expresión de los genes, siempre que no se deban a alteraciones en la secuencia del ADN. Estas modificaciones son causadas mayoritariamente por factores ambientales y puede afectar a uno o varios genes con múltiples funciones. Mediante la regulación epigenética se puede observar cómo se relaciona la adaptación al ambiente y la plasticidad del genoma.
Los cambios epigenéticos activan ciertos genes y apagan otros y pueden mantener a las células en un estado particular durante mucho tiempo. La infancia y la vida fetal son momentos donde el sistema nervioso se está formando. Las neuronas se conectan mediante un fenómeno conocido como «quimiotaxis», que consiste en que las células dirigen sus movimientos según la concentración de ciertas sustancias químicas en su entorno ambiental. Las conexiones que establecen las neuronas no son aleatorias, sino que forman redes con una tendencia a conectarse de forma preferente. Así, un suceso traumático en un momento concreto puede seguir teniendo consecuencias mucho tiempo después de que haya desaparecido la
circunstancia que lo causó.
La bióloga británica Nessa Carey en su libro «La revolución epigenética» nos describe diversos estudios que demuestran que las experiencias traumáticas, los abusos o el abandono en la infancia conllevan un mayor índice de probabilidades de tener enfermedades asociadas al estrés en la vida adulta y más dificultad para recuperarse de ellas. Las investigaciones realizadas se basan en la hipótesis de que este tipo de experiencias en la primera infancia cambian aspectos concretos en ciertas estructuras cerebrales en un momento clave del crecimiento.
Algunos estudios epigenéticos se han basado en el cortisol, el glucocorticoide que se segrega en la respuesta al estrés. Se ha evidenciado que el nivel medio de cortisol suele ser más elevado en los adultos que han vivido infancias traumáticas, aunque en el momento de la medición las personas estén sanas. Este exceso de producción se debe a las señales que activan el eje hipotálamo-hipófisis-suprarrenales y que se inicia en el hipocampo. El hipocampo actúa como si fuera un termostato controlando hasta que punto debe de estar activa la producción de cortisol y puede enviar señales para que se reduzca su producción. Cuando hay una correcta retroalimentación, la señal desactiva la producción y disminuye la respuesta al estrés.
Diversas investigaciones demuestran que si se somete a estrés a una rata embarazada, sus crías van a ser más sensibles a agentes estresantes leves. Tanto la amígdala como el hipocampo van a tener más receptores al cortisol y menos neurotransmisores que lo reducen. Las ratas que han vivido estrés prenatal disminuyen las conexiones neuronales en zonas clave para el aprendizaje y la memoria, como la amígdala y el hipocampo. Lo mismo ocurre con primates no humanos. Michael Meaney, de la Universidad de McGill, junto con su equipo estudiaron muestras de sangre de un grupo de niños adoptados en orfanatos rusos y los compararon con otros cuidados por sus padres biológicos. Los primeros mostraban marcas epigenéticas en genes relacionados con la comunicación neuronal, el desarrollo y la función cerebral.
Los primeros días de una vida pueden dejar marcas epigenéticas que van a influir en la conducta del adulto. La marcas en sí mismas no son ni buenas ni malas, lo importante es el lugar donde se produce la modificación. Las experiencias de la madre durante el embarazo y posteriores al nacimiento van a influir en la forma en que el niño
reaccionará al estrés en la vida adulta. El cuerpo se prepara durante la vida fetal y los primeros años después del nacimiento para responder a la vida exterior y cualquier vivencia de la madre durante este periodo va a configurar la forma de adaptarse al mundo.